Libros
No recuerdo cuándo vi por primera vez a alguien leyendo. El hecho no deja de sorprender porque mi padre y hermano mayor eran lectores. De mis primeros años quedan los recuerdos del patio de la casa y el de la escuela, la calle curva en la que vivía, la farmacia y la panadería cercanas, pero no hallo en mi mente algo más que el recuerdo vago de la edición de domingo de lo que debió ser el periódico El Mundo con sus secciones de pliegos grandes y una separata a colores que tenía muchas tirillas de muñequitos que todavía no sabía leer. Los libros aparecen en mi memoria con más años y en otra casa.
Leer era un misterio. Mi padre se sentaba junto a una lámpara o, si era de día, en la terraza, y permanecía inmóvil un tiempo que parecía una eternidad. Sabía que no me estaba permitido alborotar, que no era momento para acercarse, que sería una temeridad de mi parte interrumpir su lectura para inquirir cuánto iba a durar. Lo más lejos posible de él, tenía que distraerme imaginando aventuras con algún juguete o matar el tiempo ante un televisor con el volumen muy bajo.
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Los libros no tenían dibujos y todos parecían absolutamente interminables. Esto cambió un día cuando estaba en la elemental. De alguna clase matutina sacaron al grupo para llevarlo a la biblioteca. Llevaría uno o dos años en la academia y era la primera vez que alguien mencionaba la mera existencia de una biblioteca. Esta se encontraba en el tercer piso al que nunca había subido. Era del tamaño de un salón pequeño y los libros apilados en series, podía saberlo por la uniformidad de sus colores, parecían no haber sido tocados en mucho tiempo.
La maestra nos explicó por qué habíamos venido. Rápidamente, debíamos escoger un libro y teníamos la obligación de leerlo dentro del plazo de una semana. ¿Quién sabe lo que se jugó para mí, en esos pocos minutos, en que un torbellino de niños seleccionó por el color o la ilustración de portada el libro que la tarea los obligaba a leer? El azar quizá, el curso aparentemente aleatorio de los acontecimientos de nuestra existencia, pudo ponerme entonces o no ante un acontecimiento clave en mi vida. Lo cierto es que cuando esa tarde saqué del bulto el libro que había escogido prácticamente a ciegas, quizá ya mi destino habitaba en él.
Para sorpresa de todos y de mí mismo, acabé el volumen tan rápido que pasé el resto de la semana aguardando la nueva visita a la biblioteca para seleccionar otra historia de la serie. No recuerdo casi nada de ese primer libro. No sé quién escribió la serie de historias infantiles titulada Los siete secretos. Solo puedo suponer por el recuerdo de lo que no sería más que el aura de la historia, que probablemente leí una traducción de un autor de lengua inglesa. Para cualquier otra cosa que diga no tengo recuerdos firmes y no sé si suplo las lagunas con mi propia imaginación. Los siete secretos quizás fueran siete hermanos o siete amigos y la serie de historietas contaba sus aventuras. Nunca más vi, en ninguna parte, en ningún país, un libro de la serie que por primera vez me hizo entender lo que ofrecía el acto de leer.
El pasado domingo se celebró en el Museo de Arte de Puerto Rico el “Fiestón del libro”. Auspiciada por el Instituto de Cultura Puertorriqueña, la actividad reunió en la sala central del museo a libreros y editores formando así una modesta feria del libro tanto por el número como por la duración. Al evento acudieron cientos de personas, que no solamente pudieron disfrutar la oferta literaria, sino que además tuvieron la posibilidad de visitar el Museo libre de costo. No puedo sino agradecer a los organizadores y, en especial, a los participantes la realización de esta fiesta del libro. Sin embargo, debo añadir, justamente por el éxito evidente de esta jornada dominguera, que es muy poco, tan poco que parece casi nada.
Al bipartidismo puertorriqueño, que ha manejado la suerte de la colonia por más de medio siglo, le ha incomodado la cultura, y ante los libros, ha tenido reticencias y violencias. Solamente el aislamiento cultural que produce la colonia que los dos partidos han resguardado como perros guardianes, puede inmunizarlos de la vergüenza consistente en que en cualquier país de la región y, ni se diga más allá de ella, el acceso a la cultura y particularmente a la cultura del libro no simplemente es respaldado, sino que es motivo de orgullo y una forma de desarrollo humano y económico. Santo Domingo, Bogotá, Medellín, Caracas, Pointe-à-Pitre, tienen considerables ferias del libro que se extienden por semanas. No hablemos de las monumentales ferias mexicanas o argentinas que, como en el caso de la de Buenos Aires, reúnen a más de un millón de personas durante tres semanas. Nuestros libreros y editores luchan por sobrevivir sin apoyos y muchas veces sin la mínima comprensión de su labor por gobernantes que en la práctica, más allá de sus estudios de Derecho, parecen analfabetos funcionales.
La colonia puertorriqueña es un acercamiento atroz del horizonte. Despojarse de las gríngolas muestra un mundo en el que nadie considera que es buena nuestra falta de libertad e iniciativa para desarrollarnos, relacionarnos y educarnos. Un “fiestón” de una tarde no es lo mismo que una feria del libro internacional. Un evento modesto celebrado una vez al año en la capital es una gota de agua que agradece el sediento, pero que no lo colma ni le permite encaminarse. Mientras tanto el Instituto de Cultura Puertorriqueña deja abandonada su sede en Ponce, sita en la histórica casa Amstrong Poventud que se convertirá en una ruina muy pronto, y vende los contados libros que edita a precios tan altos que los condena a que no circulen y no se lean.
En la academia pude leer dos volúmenes de Los siete secretos. A la tercera semana los maestros y administradores, como buenos hijos e hijas de la colonia puertorriqueña, consideraron que ya estaba bueno de lectura. Desde ese día, mi historia con los libros se hizo a pesar de las instituciones de la colonia puertorriqueña. Quizá el domingo pasado, en las mesas de los libreros y editores o ante la majestuosidad de la muestra de arte nacional del Museo de Arte de Puerto Rico, niños, jóvenes o viejos, porque nunca es tarde para la liberación de las artes y la lectura, hayan tenido en sus manos el libro mágico que les muestre el camino más allá de la vida mutilada de esta colonia.
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