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La primera obra que vi del artista Arnaldo Roche Rabell estaba colgada en una pared del descansillo en la escalera que conducía al taller de Myrna Báez en Hato Rey. Allí me vi forzado a detenerme por buen rato y no fue a descansar. El autorretrato en grises configurado por una cabeza que ocupaba la totalidad del rectángulo vertical era, no solo de tamaño colosal, sino que su frontalidad resultaba inescapable, la mirada confrontacional tan invitadora como retante.
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