


Aquella Navidad, el escritor George Orwell hizo una promesa que no pudo cumplir: matar fascistas. Al menos, eso fue lo que le dijo en tono de apuesta a su amigo y también escritor Henry Miller, horas antes de tomar el tren de París a Barcelona, el 23 de diciembre de 1936, para defender la causa de los republicanos. Como era de esperarse, el autor de Trópico de Cáncer se burló del tozudo activismo de Orwell y le dijo que ir a Barcelona era una pérdida de tiempo, un asunto de “boy scouts”, una idiotez. Ambos escritores se profesaban una admiración mutua, pero estaban en las antípodas políticas; para usar la metáfora de Orwell: uno estaba afuera de la ballena, comprometido con la causa antifascista y la justicia social, y el otro estaba dentro de la ballena, mojadito, protegido por su propia creencia cínica de que la civilización moderna estaba condenada al fracaso.

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