

El crimen es un fenómeno social y humano, no un hecho inevitable y extraño. De ordinario, sus causas y condiciones son identificables y conmensurables. Nuestras políticas criminales, sin embargo, parecen dirigirse hacia su superficie y no hacia su hondura. Detrás, en efecto, se halla una visión antropológica individualista que intenta legitimar la inefectividad y dejadez del Estado a la hora de atender un hecho socialmente reprochable. No es casualidad que las respuestas institucionales ante el incremento de la criminalidad o del sentimiento de inseguridad sean, a grandes rasgos, las mismas desde hace más de medio siglo. A pesar de su constante inefectividad, el incremento en las penas, la flexibilización de garantías procesales y la militarización de la policía han tendido a dominar el discurso politicocriminal en Puerto Rico. Como consecuencia, se produce una huida hacia lo que podemos denominar como privatización indirecta de la seguridad, recayendo en el individuo la responsabilidad última sobre la prevención del crimen, no en el colectivo.
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