

Existen hechos delictivos cuya complejidad debería colocar a cualquier operador jurídico en una tremenda disyuntiva ética. Son situaciones que desbordan todo el andamiaje jurídico y que, por tanto, deberían sacudir violentamente nuestra sensibilidad moral. Eso, según mi percepción, se ilustra en el dramático caso de José Alfredo Torres Figueroa, un adolescente de Aibonito que asumió la responsabilidad penal de haber terminado con la vida de su padre y a quien, como resultado, se le imputó un castigo que suma 60 años de cárcel.
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