
Opinión
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Cada atardecer, cuando el cielo de San Juan pasa de naranja a añil, se produce un pequeño temblor silencioso en la red eléctrica: 600,000 luminarias públicas se encienden al unísono. No importa si la calle está desierta o si el malecón de Naguabo está vacío. Los postes arden como si hubiese fiesta patronal permanente. Ese resplandor incesante nos cuesta $116 millones al año. Sin embargo, llevamos años ignorando el interruptor que podría bajarnos la factura.
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