

Los escritores mienten en todo, excepto en sus novelas. Y, tal vez, por eso el papa Francisco llamó a Javier Cercas para que lo acompañara a un viaje hasta Mongolia y escribiera una de esas “novelas sin ficción” que Cercas escribe tan bien. La lista de devotos era larga, pero el papa se inclinó por un escritor ateo y anticlerical bajo la sospecha -intuyo- de que la duda escribe mejor que la convicción. Y no se equivocó. La única condición de Cercas, además de escribir con total libertad, era que el papa le diera al menos cinco minutos a solas para tener una conversación. Porque si algo supo Cercas, desde que la Santa Sede se le acercó, era que él no quería escribir sobre el viaje del papa Francisco a Mongolia -eso lo podía hacer cualquiera- sino un libro para su madre, una ferviente católica que sufre de Alzhéimer, que ya casi no se acuerda de su hijo, y que espera reunirse con su difunto esposo en el más allá. Pero ni Cercas sabía que el papa Francisco se iba a morir pocas semanas después de la publicación de su libro, ni el papa se imaginaba que tendría que contestarle una pregunta sobre la resurrección de la carne a un escritor ateo y anticlerical en un avión, a treinta mil pies de altura, y de camino a Mongolia, que queda en el fin del mundo.
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