


Primero mató a William, un niño de apenas siete años, e insertó un objeto en el bolsillo de la niñera para que le echaran la culpa a ella por el asesinato. Justine no tuvo de otra que declararse culpable por un crimen que no cometió y fue ejecutada por orden de un tribunal. Luego estranguló al veinteañero Henry Clerval, y finalmente le arrancó la cabeza a Elizabeth el día de su luna de miel con Víctor. Pero Guillermo del Toro ha querido limpiar a la criatura de Frankenstein de todo crimen y lo ha convertido en una caricatura del victimismo, en un superhéroe de cómic, con poderes de cicatrización que incluyen ser inmune a la dinamita (sufre Alfred Nobel). Y, para colmo, lo ha hecho casi hermoso o al menos deseable: altura, fuerza, abdominales tipo tabla de lavar ropa, cicatrices que parecen más bien diseñitos en la piel, sin una sola señal de puntadas, y con el pelo largo que en realidad lo hacen parecer un rockero de principios de los noventa (sufre Eddie Vedder). No es que una adaptación más al cine de la archifamosa novela de Mary Shelley sea más importante que el cierre del gobierno federal o de Jenniffer preguntándose frente al periódico: “Encuestita, Encuestita, ¿quién es la más bonita?” Más bien se trata de que Guillermo del Toro, un talento probado con dinero y prestigio suficiente para llevar a sus personajes y su estilo al límite, sucumbió a la manipulación sentimentalista, que es lo que precisamente ha hecho temblar tantas veces a la democracia.

Te invitamos a descargar cualquiera de estos navegadores para ver nuestras noticias: