

En el balneario El Faro, del municipio de Arroyo, todavía es 1898. Pero no es cualquier 1898 (de esos hay muchos y muy gastados), sino aquel salido de la novela “La llegada” de José Luis González, esa “crónica con ficción” que le aguó la fiesta épica a cierto sector victimista de cara al centenario de la invasión. A pesar de las diferencias entre la entrada de las tropas en la novela (caballos, botas, y rifles con bayonetas) y las que ahora se mostraban por televisión (barcos anfibios, camiones y helicópteros) la sensación era casi la misma: el calor recio, el cielo azul y la gente averiguá, aglomerándose frente a las columnas de soldados, muy similares a aquellos obreros hartos del régimen de la liberta de jornaleros que esperaban a que apareciera por allí Iglesias Pantín, para aplaudir a los nuevos conquistadores, luego de que supuestamente escapara de la cárcel tras una bomba que abrió una grieta en su celda. Y si uno esforzaba la vista por la esquina del televisor podía encontrar fácilmente una versión actual del negro Quintín Correa, aquel seguidor de Barbosa que esperaba que los gringos lo liberaran del racismo español (¡vaya ironía!). Incluso, aunque los soldados de ahora ya no usaban bigotes y escondían su mirada detrás de gafas oscuras, casi se podía leer esa incomodidad del “qué maldito calor hace aquí”, o del “dónde está el baño más cercano”, parecido al suplicio que soportaba el coronel Jonathan Calvert Mackintosh en la novela, que además de querer regresar al frío junto a su familia y de haber estado liderando otras batallas, sufría de retortijones, al borde de la diarrea, desde que desembarcó en la isla.
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