

Para los tiempos en que comienza esta historia en mi pueblo natal de Masatepe, yo tenía 56 primos hermanos, y el empeño constante de mi padre, Pedro Ramírez, era que me convirtiera en el primer abogado entre aquella multitud familiar, un timbre de orgullo para él, o una reivindicación; porque como solía martillar a la hora de las comidas sentado a la cabecera de la mesa, yo a su derecha, como privilegio de hijo mayor, él sólo había logrado llegar hasta el cuarto grado de primaria, y eso era bastante en una familia de músicos pobres. Mi abuelo Lisandro, maestro de capilla del templo parroquial, compositor de misas de gloria y de himnos religiosos, y también de valses y otros aires profanos, había formado su orquesta, la orquesta Ramírez, repartiendo los instrumentos entre sus hijos al no más hacerse adolescentes, violines, cello, flauta traversa, clarinete, y sólo mi padre se había negado a aceptar el suyo, el contrabajo, por tequioso de transportar, y abrió una tienda de comercio frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial.
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