


Una vez murió el Viejo, el 7 de octubre hace ya tres años, comenzó el proceso de decidir qué hacer con su extenso archivo documental. Mi padre era, entre otras virtudes, una persona meticulosa y organizada. Nunca quiso ni comenzó a escribir sus memorias, pero bien sabía que su historia contenía material de novela. El niño mocano que vendía galletas y pan con sus hermanos en su infancia, podía contar una historia larga de luchas, avances y retrocesos. Pero sabía bien que su llamado era el de la acción cotidiana. No quería detenerse. Estuvo muy activo hasta que el cuerpo y la energía no pudieron más. Murió, como se dice, “con las botas puestas”, a sus casi 95 años.

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