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Añoro los días en que estornudar era algo sencillo, bondadoso y menos criminal. Antes de que la variante ómicron democratizara el coronavirus, estornudar prometía un folclorismo limpio de sospecha, una glosa bonachona, un brindis comunitario y anónimo; sin heroísmos, franco, y preciso. Bastaba con un “Salud” o un “Dios te bendiga” para cerrar el trato. Y hasta hace poco, el estornudo no solo generaba un discreto encanto, sino que cucaba misivas culturales. A mediados del siglo XX, el escritor Jorge Luis Borges le envió una carta a Alfonso Reyes preguntando por estornudos literarios, como aquel que aparece en Así habló Zaratustra. Reyes le recordó a Borges ese clásico y milagroso estornudo de Telémaco que presagia buen augurio al final de la Odisea: “Eumeo -dice Penélope- ¿no adviertes que mi hijo ha estornudado una bendición sobre mis palabras?” A partir de ahí, Reyes ensancha la lista; un estornudo en un verso de Góngora, otro en un endecasílabo de Robert Browning, y uno en un aforismo de Pascal. Poco después de Reyes, Nicanor Parra encabalgó el estornudo como instrumento de su propuesta antipoética: “El autor se da a entender entre estornudos”.
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