El Teatro Yagüez y el fuego del 19
El jueves 19 de junio de 1919, el timbre en el exterior del teatro sonó a las tres de la tarde, igual que lo hacía todos los días justo antes del matiné. El sonido del timbre era similar al de la campana que años más tarde se escucharía en todas las escuelas del país para que los estudiantes entraran al salón de clases.
Algunos vecinos del teatro aprovechaban el peculiar sonido para tomarse un descanso del trabajo, ya que marcaba la hora del tradicional “café de las tres”. Otros lo maldecían y gritaban desde sus balcones en tono de protesta, pues según ellos, el timbre los hacía saltar y desconcentrarse de las tareas que estuviesen haciendo en ese momento.
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A los más jóvenes, el timbre les sacaba una sonrisa maliciosa y hasta un delicioso suspiro. El sonido les recordaba que esa tarde, o quizás en la función de la noche, se darían cita con sus pretendientes para entrelazarse los dedos en la oscuridad del teatro. Los más atrevidos hasta soñaban con robarse un beso.
Para los sacerdotes del pueblo, el timbre era cosa del demonio. No que el aparato de metal estuviera poseído. Pero les recordaba todas las inconveniencias que habían llegado a Mayagüez con el nuevo teatro. Desde su apertura en 1909, todos vivían más pendientes de las carteleras y de las próximas funciones, que de las misas en latín y los “pequé, pequé Dios mío” que con gran esfuerzo los curas hilvanaban a diario.
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Según las monjas, y algunos políticos maliciosos, entre las zarzuelas, las películas de cine y las tragicomedias que allí se presentaban, se estaban colando una serie de nuevas ideas y perversiones que eran de mala influencia para aquel pueblo. Bastante les había costado domar la curiosidad y las pasiones de los mayagüezanos a través de los “mea culpa” y otros regaños sociales de la conciencia.
El Teatro Yagüez originalmente se quería construir en el pueblo vecino de San Germán. Pero la arcaica censura que venía arrastrando esa ciudad desde el dominio español era demasiado marcada y dominaba toda la vida cotidiana. Los permisos de construcción fueron denegados una y otra vez. Fue entonces cuando su creador, don Francisco Maymón, encontró un mejor lugar entre las calles Once de Agosto, Dr. Basora y McKinley en el centro mayagüezano.
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Además de la mirilla religiosa, el teatro tenía otro contrincante. Uno que pretendía domar aquel potro de las artes conocido como el Yagüez, y con el que mantuvo rivalidad por muchos años. En una esquina del ring se encontraba el teatro, y en la otra, el municipio de Mayagüez. Luego de construido el teatro y ya en pleno funcionamiento, el municipio le impuso al teatro una contribución por cada función -la que en esos tiempos era una suma muy alta- y que en días que había matiné se convertía en doble. También exigía que se le mostraran las películas y funciones para su aprobación antes de ser presentadas al público.
Todos los años aparecía una nueva excusa para darle un golpe bajo al teatro. Pero luego de varios litigios entre teatro y gobierno, la oficina del alcalde no tuvo más remedio que ceder, y dejarlo funcionar bajo una contribución ajustada. Ahora no por función, pero por espectáculo. También se le exigió al teatro obtener el permiso del alcalde antes de montar cada evento. Según ellos, no con motivos de censura, pero para llevar constancia de los espectáculos allí presentados y poder hacer el cobro justo por su licenciamiento.
Lejos de toda esta controversia, el público mayagüezano ya había libado del mágico elixir que traen las artes consigo, integrando el teatro en el quehacer cultural y rutinario de este pueblo. El teatro les servía de escape y de desahogo. Era una oportunidad de ver el mundo desde la comodidad de sus asientos y desde otro punto de vista. Las zarzuelas, el cine, los romances, las óperas, las tragedias y las comedias puestas en escena habían llegado a Mayagüez para quedarse.
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La noche del jueves 19 de junio de 1919, los asientos del teatro estarían todos ocupados, ya que se habían vendido todos los boletos. La enorme estructura de madera tenía tres pisos con palcos y balcones. Frente al escenario, un sexteto de músicos practicaba desde temprano la partitura de la película que se vería esa noche. El teatro estaba listo para entretener a sus visitantes.
Cerca de ochocientas personas asistieron al teatro para ver el estreno de la película “La vestal del sol Inca”. La historia de una vendedora de periódicos que repentinamente es identificada por una tribu como la reencarnación de una desaparecida princesa inca. Una aventura romántica que nadie se podía perder.
La función comenzó como previsto entre las siete y ocho de la noche. Todos los asistentes estaban sentados, vestidos con sus mejores galas, e hipnotizados con la mirada fija en la pantalla. Cuando de repente, una serie de explosiones interrumpió la función. Detrás del sonido, una densa bola de humo blanco comenzó a salir detrás de los palcos, seguida por las devoradoras llamas. ¡Fuego, fuego! Comenzaron a gritar por todas las esquinas del teatro.
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El pánico se apoderó del lugar, obligando a las personas a salir corriendo, algunos saltando desde los balcones, pasando unos sobre otros. Desesperados por salvar sus vidas, quedaron atrapados detrás de las puertas de salida, ya que sus hojas abrían hacia adentro. Pero con ayuda de los transeúntes, pudieron abrir de nuevo las puertas y dejar salir el tumulto. Según datos registrados esa noche, en menos de veinte minutos el teatro Yagüez se había transformado de casa de entretenimiento en escombros de madera quemada. Más de ochenta personas perdieron sus vidas esa noche. La mayoría de las personas en el teatro eran niños y adolescentes.
El año en que sucedió el fuego, mi abuelo materno solo tenía trece años y vivía con sus padres en el centro de Mayagüez. Tanto él como sus hermanos tenían la edad perfecta para haber sido seducidos por una noche de estreno y terminar siendo víctimas del desastre. Pero por ser jueves, sus padres les tenían prohibido salir en la noche. Si querían ver la película, tendrían que esperar al matiné del fin de semana. Tanda a la que jamás llegarían y un recuerdo que por muchos años los mantendría fuera de cualquier teatro.
Para colmo, en esos días, el pueblo mayagüezano aún no se recuperaba de los desastres causados por el terremoto San Fermín, ocurrido el año anterior. Un evento que dejó parte de la ciudad en ruinas y donde perecieron más de cien personas. Así que el repentino fuego sacudió el espíritu de aquella ciudad nuevamente, dejando salir todas las frustraciones y miedos que todos cargaban desde hace un año.
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Pero a diferencia del terremoto, un desastre natural, en este caso quedaba la duda de si existía algún culpable. Entonces muy pronto comenzaron las especulaciones. La imaginación de los mayagüezanos comenzó a encenderse y a correr por las calles del pueblo como tiras de pólvora frente a una chispa de fuego.
Muchos aseguraban haber visto una silueta siniestra detrás de la enorme pantalla justo antes de que se desatara el fuego. Otros comentaban que pudo haber sido el mismo dueño del teatro para cobrar el seguro, o que quizás, en un intento para finalmente cerrar el teatro, el mismo Municipio lo había mandado a quemar. Hasta el cuerpo de bomberos cayó en la mirilla pues según los informes, estos tardaron en llegar más tiempo del debido.
Pero la realidad es que ninguna de las teorías estaba basada en evidencia. El teatro no estaba asegurado y el Municipio en ese momento parecía estar satisfecho con lo negociado respecto a las contribuciones. Sin embargo, para esos años aún no se conocía sobre la combustión instantánea de la nitrocelulosa, material con que se creaban las películas en esos tiempos, y que con el tiempo y el calor, tiene la propiedad de autoincendiarse.
Según testigos, el fuego comenzó cerca del closet donde se almacenaban todas las películas. En un teatro abarrotado de gente y en pleno verano, es natural que el calor se apodere del espacio. Entonces se dedujo que esta debió haber sido la causa del fuego. Pero no se llegó a esa conclusión hasta 1930, año en que se descontinuó el uso del material tras descubrirse sus propiedades de combustión instantánea. Muchos teatros en los Estados Unidos habían registrado la misma experiencia.
Pero la historia del Teatro Yagüez no terminó con el fuego. Es más, me atrevo decir que tan solo comenzaba. A pocos días del incendio, el drama entre teatro y municipio se siguió complicando. El municipio estaba interesado en adquirir el terreno donde antes estaba el teatro. Pero su dueño, don Francisco, tenía intenciones de reconstruirlo. Entonces el municipio trató de imponerse nuevamente, manejando las cosas a la usanza de los tiempos de la colonia española. Denegándole permisos de construcción y eventualmente, amenazando con expropiar el terreno.
Don Francisco era un empresario muy determinado y conocía todos los derechos establecidos bajo el nuevo sistema legal norteamericano. Así que con todas las de la ley respondió a través de su abogado. La corte de Mayagüez no tuvo otro remedio que fallar a su favor y revocar el atentado de expropiación. La construcción del nuevo teatro, esta vez hecho con cemento y hormigón, se dio sin mayores obstáculos. Se trajeron alfombras y losetas de España, y un techo estilo barroco que se importó desde Italia. Como el ave fénix, un nuevo y mejorado teatro surgió de entre las cenizas.
El sábado 5 de marzo de 1921 estrenó el nuevo Yagüez bajo el seudónimo, “La catedral del arte sonoro”, nombre que le dio el mismo don Francisco. Este año, 2021, el nuevo teatro cumple cien años de existencia.
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