

En sus últimos años de vida, mi padre disfrutaba de ver el ingenio discursivo con que tomaban la palabra los diputados de turno en el Congreso de los Diputados en España. En una libreta anotaba las frases que más le gustaban, para luego usarlas con sus amigos en El Colmado Figueroa, en Ponce, entre cháchara y cerveza. Lejos de ser un hispanista, mi padre buscaba otra manera de pensar, de argumentar. “Lo mismo, siempre lo mismo”, murmuraba si no encontraba qué escuchar en la radio o qué leer en el periódico. No sorprende que le fascinara aprender a usar Facebook a sus casi 83 años, aunque pronto notó que las redes repetían la fatiga discursiva de las salas de espera o de las respuestas prefabricadas de un político en la televisión del mediodía. Adolece el discurso público, quizás el país, quizás el mundo de la peligrosa condición de la predictibilidad. No creo que los diputados españoles sean el mejor ejemplo, pero lo cierto es que mi padre encontraba en ellos algo que a todos nos hace falta: inspiración.
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