Los tenedores han perdido el filo, las manchas y la carne, y se dirigen a descansar en la clavícula de la delegada; el hueso que le sirve de trampolín para su narcisismo planetario, escribe Cezanne Cardona Morales
Los tenedores han perdido el filo, las manchas y la carne, y se dirigen a descansar en la clavícula de la delegada; el hueso que le sirve de trampolín para su narcisismo planetario, escribe Cezanne Cardona Morales
Tres tenedores atraviesan nuestra histeria cultural. El primero se lo debemos a Francisco Oller que, en el El velorio, pintó un tenedor clavado en la nalga de un infante, víctima de una trifulca entre niños. El segundo le pertenece a Abdullah “The Butcher”, aquel luchador canadiense de la WWC que, cada sábado, le enterraba un tenedor en la frente a sus contrincantes, en especial a Carlitos Colón, el Acróbata de Puerto Rico; entonces la frente todavía era un facsímil razonable de la masculinidad para aquellos que no tenían bíceps o pescaban frente al televisor las cuatro albóndigas que venían en cada lata de Chef Boyardee. El tercer tenedor, de reciente cuño, se lo debemos a Elizabeth Torres, la “delegada de la estadidad” que, en su intento por emular a Catalina de Médici cuando puso de moda los tenedores en su boda con Enrique II, terminó por hacerle honor a esta época de porno-banalidad grabando un video en el que se victimiza, magnetizada por la vacuna del COVID, y se pega tenedores en la clavícula. Nalga, frente y clavícula -en ese orden- son los escenarios predilectos de esta trinidad histriónica que al fin encuentra su forma de persignarse.
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