

14 de octubre de 2025 - 11:10 PM
“Mantén tu rostro hacia la luz del sol y no verás las sombras”, aconsejaba Helen Keller, activista estadounidense que fue un símbolo de superación. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el sol encandila y las sombras que se ignoran empiezan a pesar más que la propia luz?
Durante décadas, la psicología y la cultura popular han impulsado la idea de que pensar en positivo es una herramienta poderosa para cambiar el rumbo y predisponerse favorablemente para que lo que se desea suceda. Desde libros de autoayuda hasta frases inspiradoras en redes sociales, el mensaje ha sido claro: la actitud lo es todo. Así fue como surgió una corriente sostenida por psicólogos como Martin Seligman, desde la Universidad de Pensilvania, quien sostuvo que “las emociones positivas fomentan la resiliencia, la creatividad y el bienestar general”.
Los científicos han encontrado una base sólida para ello. La psicología positiva, nacida a fines de los años 90, aportó evidencias contundentes sobre los beneficios de cultivar la gratitud, el optimismo y la esperanza. Según un estudio de la Universidad de Carolina del Norte, liderado por la psicóloga Barbara Fredrickson, “las emociones positivas amplían nuestra capacidad de pensamiento y acción, ayudando a construir recursos personales a largo plazo”.
Dsde un enfoque fisiológico, las emociones agradables también mejoran la salud física. La Clínica Mayo destacó en una de sus últimas investigaciones que las personas optimistas presentan menores niveles de cortisol, menor presión arterial y un riesgo reducido de enfermedades cardiovasculares.
De hecho, un metaanálisis de la Universidad de Harvard encontró que el optimismo puede aumentar hasta un 15% la esperanza de vida.
Sin embargo, el auge de este enfoque también tuvo efectos secundarios inesperados. La necesidad de “estar bien” se volvió un mandato que se instaló con fuerza en ámbitos como el laboral, el educativo, las relaciones afectivas y, especialmente, en las redes sociales. El optimismo, en muchos casos, dejó de ser un recurso personal para transformarse en una obligación colectiva.
Como señala Roxana Rostán, psicóloga de la Fundación Aiglé: “En nuestra cultura actual, el optimismo permanente se ha vuelto casi una obligación. Redes sociales, mensajes motivacionales y libros de autoayuda repiten mantras como ‘si quieres, puedes’, instalando la idea de que sentir tristeza, enojo o frustración es un error”. Ese es el concepto que empieza a preocupar a los especialistas: cuando el mensaje de bienestar se convierte en mandato, se transforma en lo que hoy se denomina positivismo tóxico.
El problema radica en que no admite matices. No hay lugar para la duda, para el miedo o para la frustración. Todo debe ser transformado, rápidamente, en una lección, en un aprendizaje, en algo que agradecer. Esa exigencia emocional, lejos de promover salud mental, puede contribuir a una desconexión interna y un vacío emocional profundo.
Investigadores como Erica Anderson, especialista en psicología cultural de la Universidad del Sur de California, advierten que esta imposición emocional puede causar más daño que bien.
La positividad tóxica -indica- lleva a la supresión emocional crónica y eso impide el desarrollo de resiliencia real. “En otras palabras, no se trata de desechar el optimismo, sino de reconocer cuándo se convierte en un velo que nos aleja de la realidad. Cuando ocurre algo negativo, las personas suelen decir ‘conserva una actitud positiva’ o ‘mira el lado positivo’. Aunque son comentarios bien intencionados e intentan apoyar a quien no lo está pasando bien, pueden silenciar cualquier comentario sobre la experiencia”, indicó Anderson.
Ignorar las emociones negativas no las hace desaparecer -continúa la psicóloga-. Ponerlas bajo la alfombra mental solo las empuja hacia adentro donde generan más sufrimiento.
Marisa G., arquitecta de 43 años, recuerda con claridad el momento en que el positivismo dejó de ayudarla. Tras perder su empleo durante la pandemia, se aferró a todas las frases motivacionales que encontraba: “Esto es una oportunidad”, “Todo pasa por algo”, “¡Sé fuerte!”. Evitaba hablar de sus miedos y angustias porque sentía que mostrar vulnerabilidad era fracasar. “Me obligaba a sonreír y agradecer cada día. Pero por dentro me sentía vacía. Como si estuviera fallando por no ser feliz”, cuenta.
Su historia no es aislada. Una investigación publicada en The Journal of Communication and Media por la Universidad de Indiana reveló que más del 68% de los jóvenes adultos sienten presión por mostrar una imagen positiva en redes sociales, incluso cuando están atravesando momentos difíciles.
“El mandato de estar bien en todo momento termina generando culpa y aislamiento -relata su autor, el sociólogo Benjamin Crossley-. Esa distancia entre lo que se muestra y lo que se siente puede profundizar síntomas depresivos”.
Desde Canadá, el Centro de Salud Mental del Campus de Ontario concluye en su más reciente estudio sobre el tema que la positividad tóxica “anula emociones legítimas, obstaculiza la búsqueda de apoyo y contribuye a una cultura de silenciamiento emocional”. En el ámbito laboral, esta cultura del “todo bien” puede ser especialmente peligrosa. Rostán señala: “La exigencia de poner buena cara, incluso en situaciones de agotamiento, profundiza una cultura que prioriza la productividad sobre la salud mental”.
En redes, la imagen de la felicidad constante es celebrada y replicada. Influencers, celebridades y hasta marcas alimentan la narrativa de que todo puede transformarse con buena actitud. Pero, ¿qué sucede con quienes no logran hacerlo? “Empieza a instalarse una autocrítica feroz -explica el psicólogo Tomás D’Angelo, autor del estudio “La tiranía del pensamiento positivo”, de la Universidad de Buenos Aires-. Las personas no solo se sienten mal, sino que se culpan por no poder cambiar su estado emocional . Esa doble carga puede ser devastadora”.
Crossley enumera una serie de sensaciones negativas que el positivismo tóxico genera: “Produce vergüenza ante no responder al patrón optimista, genera culpa por no tener la fortaleza que se requiere ante el suceso, aplaca las emociones auténticas, evita el crecimiento personal al eludir frustraciones o dolores que, atravesándolos, permiten evolucionar”. La exigencia de poner buena cara profundiza una cultura que prioriza la productividad sobre la salud mental
El costo es alto. Un estudio de la Universidad de Oxford, liderado por la psicóloga clínica Hannah Torres, mostró que las personas que suprimen emociones negativas con frecuencia tienen un 34% más de riesgo de padecer ansiedad crónica y un 23% más de probabilidades de desarrollar trastornos psicosomáticos.
“Incluso -confirma Torres- el entorno social puede reforzar este positivismo disfuncional. Frases como ”Piensa en todo lo bueno que tienes‘ o ‘No es para tanto’ pueden ser bien intencionadas, pero terminan invalidando el sufrimiento. Esa minimización del dolor genera desconexión emocional, baja autoestima y mayor retraimiento”.
Así, cuando la positividad se vuelve una obligación, deja de ser un recurso para convertirse en una trampa emocional. Como concluye Rostán: “el mensaje de ‘todo va a salir bien’ puede derivar en culpa, vergüenza y autoexigencia excesiva, alimentando depresión, ansiedad e incluso síntomas físicos”. Torres asegura que “la buena onda, además, puede ser particularmente irritante para quien atraviesa un momento de profunda angustia”.
Ramiro T., empleado bancario de 38 años, cuenta que durante años sintió la presión de ser el “positivo del grupo”. Siempre tenía una frase para levantar el ánimo de sus colegas o minimizar las preocupaciones. Pero, todo cambió cuando su padre enfermó gravemente. “Sentía que si me dejaba estar triste -recuerda-, los demás iban a pensar que me rendía. Pero mantener esa fachada me desgastó muchísimo. Hasta que en terapia aprendí que también estaba bien no estar bien”.
La historia de Ramiro muestra una alternativa posible: cultivar un optimismo realista. Un enfoque que no niegue las emociones negativas, sino que las integre como parte del proceso humano. Como explica la psicóloga india Riya Sharma en su estudio publicado por el Indian Journal of Psychology, “aceptar emociones negativas no debilita; al contrario, fortalece la capacidad de adaptación y reduce la vulnerabilidad al estrés”. La clave está en desarrollar una mirada más amplia sobre el bienestar. “No se trata de eliminar el pensamiento positivo, sino de contextualizarlo -dice Sharma-. Es necesario preguntarse si esa positividad está surgiendo como una elección libre o como una obligación interna”.
Existen modelos terapéuticos que acompañan este equilibrio. La Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), por ejemplo, promueve la validación emocional como base del bienestar. En lugar de luchar contra el malestar, propone observarlo y actuar guiados por valores. “Aceptar el dolor no es resignarse -sigue Sharma-, es dejar de gastar energía en negarlo”.
Otra herramienta clave es el mindfulness. Según un estudio de la Universidad de Oxford, quienes practican meditación consciente reportan un 28% menos de reactividad emocional ante situaciones adversas. “El mindfulness enseña a estar presentes y a observar pensamientos y emociones sin juicio, generando una relación más flexible con nuestra experiencia interna”, detalla Rostán.
Por su parte, la Psicología Basada en la Compasión (CFT) aporta una mirada amable hacia el dolor. En lugar de exigir ser fuertes todo el tiempo, invita a desarrollar autocompasión. “Ser compasivo con uno mismo reduce el impacto de la autoexigencia”, afirma la investigadora Lisa Meyers, especialista de la Universidad de Londres, quien estuvo a cargo de estudios de la disciplina.
“La verdadera fuerza no está en reprimir el dolor -explica Sharma-, sino en aceptarlo y transformarlo en una oportunidad para crecer. Al final, la paz no se encuentra en negar las sombras, sino en aprender a vivir con ellas”.
Al cerrar los ojos y mirar hacia adentro, es posible descubrir que el bienestar no es un estado constante ni impuesto, sino un viaje que se nutre de la totalidad de la experiencia humana, con todas sus facetas. Quizá ahí, en esa aceptación profunda, es posible encontrar no la obligación de ser felices siempre, sino la libertad de ser, simplemente, humanos. El bienestar no es un estado constante ni impuesto, sino un viaje que se nutre de la totalidad de la experiencia humana
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