


En las Pymes ocurre algo curioso: muchas de las decisiones que marcan el rumbo no nacen de un Excel ni de un informe técnico.
Surgen de un presentimiento, de esa pequeña alerta interna que le dice al empresario “acá hay algo” incluso antes de saber explicarlo.
Durante años, esa forma de decidir fue mirada con desconfianza, como si fuera patrimonio exclusivo de la improvisación.
Sin embargo, cuando la analizamos con calma descubrimos que esa intuición, lejos de ser un salto al vacío, suele estar construida sobre un archivo enorme de aprendizajes acumulados.
Un empresario que lleva dos décadas mirando a clientes, proveedores y colaboradores desarrolla una sensibilidad difícil de enseñar en un curso.
Detecta cambios de clima, reconoce patrones de comportamiento y capta señales que los números todavía no muestran. Eso no significa que la intuición sea un GPS infalible, pero sí que puede anticipar movimientos que después la información confirma o corrige. El problema no es la intuición; el problema es usarla sola, sin contraste, sin datos y sin diálogo.
Lo interesante es que esta inteligencia intuitiva aparece justamente en los contextos donde más hace falta. En una gran corporación puede esperarse meses por un estudio. En una pyme, las oportunidades y los riesgos se mueven a otra velocidad.
Cuando la situación exige actuar rápido, esa “lectura instantánea” del empresario puede evitar errores costosos o señalar oportunidades que todavía no tienen forma. La clave está en no confundir intuición con impulso. La intuición viene de la experiencia; el impulso, de la emoción del momento.
Por eso, más que elegir entre análisis y olfato, lo productivo es combinarlos. La intuición funciona muy bien como hipótesis inicial. Marca un camino posible, un riesgo latente o una oportunidad que vale la pena mirar.
Luego entran en juego los datos, las preguntas incómodas, el contraste con el equipo y, cuando es necesario, las simulaciones de escenarios. Así la sensación se transforma en decisión consciente y responsable.
Existen muchos casos que muestran el valor de esta integración. Un empresario siente que un proveedor no le cierra del todo, aunque en los papeles esté impecable. Investiga un poco más y descubre antecedentes conflictivos. Otro intuye que es momento de expandir, pero antes de hacerlo revisa tendencias, valida la oportunidad y ajusta el tamaño del proyecto. En ambos casos, la intuición fue la chispa, pero el análisis evitó excesos de confianza.
La buena noticia es que esta capacidad no es un privilegio de unos pocos. Se desarrolla. Crece con la exposición a situaciones diversas, con la reflexión posterior sobre cada decisión tomada y con el hábito de escuchar otras perspectivas para afinar la percepción.
La intuición florece cuando hay experiencia, pero se vuelve peligrosa cuando se usa para justificar decisiones apresuradas.
En definitiva, la pyme funciona mejor cuando el empresario combina lo que sabe, lo que ve y lo que siente. La intuición pone la antena y los datos ordenan la conversación. Separadas, se vuelven frágiles. Juntas, ofrecen una forma de decidir mucho más completa y adaptada a la realidad dinámica en la que se mueven nuestras empresas.

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