

Más allá de su genialidad musical, hay dos anécdotas -una privada, la otra pública- que para mí retratan la personalidad de quien fue un indiscutible gigante de la música.
Cuando tuve la dicha de entrevistarlo en septiembre de 2017, mi celular de aquel tiempo estaba defectuoso y “tumbaba” las llamadas a mitad de conversación. Avergonzado, yo volvía a llamar al maestro, quien muy amablemente retomaba el hilo de lo que hablábamos. A la cuarta vez, Eddie Palmieri me dice, “oye, te voy a decir algo. ¡Yo creo que en realidad tú no quieres hablar conmigo! ¡JAJAJAJA!”
Poco tiempo después, en el escenario del Anfiteatro Tito Puente, su banda se disponía a iniciar su participación en un festival de jazz. Había problemas con algunos micrófonos. En lo que los ajustaban, Palmieri tomó unos minutos para presentar a cada uno de los miembros del grupo, dejándose a sí mismo para el final. Entonces dijo, “y yo soy Papo Lucca”, en un jocoso guiño de admiración al gran pianista ponceño, a lo que siguió con más carcajadas felices.
Así era el maestro Palmieri, jovial, sencillo, accesible, ejemplo viviente de una alegría de vivir que necesariamente transmitía con su música.
En su larga carrera, cosechó los máximos galardones posibles, entre ellos, el primer Grammy a un álbum de música tropical (“The Sun of Latin Music”, de 1974, con Lalo Rodríguez) y el mayor honor que puede obtener un jazzista en los Estados Unidos: el título de Maestro del Jazz, otorgado por la Fundación Nacional para las Artes.
La suya fue una trayectoria delineada por significativos logros que, a su vez, marcaron la historia de la salsa. Según algunos críticos, “El sonido nuevo”, el disco que hizo junto a Cal Tjader en 1966, dio origen a la salsa, al mezclar elementos de jazz con tradiciones afrocubanas. Lanzó las carreras de cantantes icónicos como Ismael Quintana, Lalo Rodríguez, La India y Herman Olivera. Compuso lo que para muchos es “el himno nacional de los salseros”, “Puerto Rico”, una de las canciones más poderosas y recordadas del género. Fue pionero en la salsa de contenido social y político, con temas como “Justicia” y “La libertad, lógico”.
Hay otras partes importantes de su legado, sin embargo, de las que quizás no se comenta tanto. Magistral tanto en su ejecución de temas de salsa como de jazz, en el álbum “Palmas” de 1994 (y en otros posteriores como “Sabiduría”) alcanzó una fusión de ambos géneros que resiste las clasificaciones restrictivas y que sentó las bases para exploraciones futuras. ¿Qué es lo que escuchamos en esos discos? ¿Salsa instrumental? ¿Jazz salsero? Tal vez, simplemente, música de Eddie Palmieri. Otro “sonido nuevo”.
Su estilo en los solos de piano en temas jazzísticos merece un comentario aparte. “Yo no soy pianista de jazz, yo conozco las armonías”, me dijo Palmieri en la entrevista. Quizás a partir de ello, desarrolló un estilo único que no se parece al de ningún otro jazzista (quizás, un poco, a Thelonious Monk). Está basado, más que en desarrollos melódicos continuos, en “gestos” o “episodios”, a menudo disonantes, que inicialmente pueden causar cierta confusión al oyente, pero que, a la larga, generan una sensación de búsqueda y descubrimiento constantes. Un estilo que sin duda será analizado y debatido por generaciones.
Palmieri nunca perdió ese dinamismo, hasta que su salud lo obligó a cancelar recientemente sus últimas presentaciones. “Ahora estoy mejor que nunca”, me dijo en 2017. “Después que me declaré loco estoy mejor. ¿Quién va a discutir con un loco?”. Frase que, obviamente, estuvo seguida por más carcajadas.
Junto a sus maravillosos logros musicales, ese es tal vez el mejor legado que deja Eddie Palmieri: la alegría de la música. La alegría de vivir.
Gracias, maestro.
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