

Durante el día y la noche, especialmente al atardecer, cuando el sol se retira a descansar, el espíritu de Gaudí se pasea sigiloso por cada esquina. Produce celajes y hace piruetas, como un arlequín juguetón que danza sobre los tejados de l’Eixample, aquel proyecto de 1859 que abrió la ciudad a la modernidad. Sus sombras parecen jugar con los reflejos dorados que proyecta la Sagrada Familia, ese eterno poema de piedra que aún se escribe entre donaciones, grúas y plegarias urbanas. Mientras la suela de sus zapatos hace tartamudear los adoquines y las tejas, Gaudí dulcifica la mirada del visitante que, con queso y vino tinto, respira la brisa mediterránea y reflexiona bajo la luz amarilla que pinta los patios interiores y callejones.
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