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“Pelo malo”, me decía mi abuela apuntando con el artrítico y encorvado índice de su mano, diestra en acusar lo inconveniente, el cabello ensortijado de una vecina. “Pelo malo el mío que comenzó a caerse a mis dieciséis años”, le diría yo ahora a pesar de ser mi pelo, más que lacio, muerto, que así también lo llamábamos. Pues tan muerto resultó que me precedió por más de medio siglo a sabrá Dios dónde.
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