


Que apaguen las máquinas de freír papas; que el cocinero no ponga el pan en la plancha ni el queso encima de la carne; que el pitido electrónico no avise que los nuggets ya están listos; o que se acabe todo el mayo kétchup del mundo, porque la cajera que me atiende fue mi maestra de español de noveno grado, y yo solo quiero agradecerle, como Dios manda. Pero el gerente que fustiga a los empleados no me deja, y el de atrás en la fila tiene prisa o gadejo, y su mirada amenaza el compendio de biografías que intercambiamos mi maestra y yo entre el tamaño de la bebida y los años; entre la lechuga y el dinero que nos falta; entre la mayonesa, mis pocas canas y las muchas de ella; entre el queso suizo y la nostalgia; entre la cebolla, sus nietos y mis hijos; entre el pan, la mostaza y los pañales de sus padres encamados; entre el kétchup y la rabia. Sí, la rabia de saber que Wanda Vázquez tendrá su jugosa jubilación -con todo y escolta- pero mi maestra, después de treinta años de servicio, está ahí, frente a una caja registradora, tomándome la orden porque su jubilación no le alcanza, y además tiene que cuidar a sus padres con Alzhéimer, y no tiene para un asilo, o solo le alcanza para pagarle a una enfermera que los cuida mientras ella le toma la orden a otros alumnos como yo, que tardamos demasiado en pedirle un combo con refresco y papitas a la que nos enseñó a escribir ensayos.

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